Este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, tal como fuera consagrado en el año 1910 en Copenhague, a propuesta de Clara Zetkin, en homenaje a las mártires de Nueva York , nos encuentra en una dura encrucijada.
Aquellas 146 mujeres, trabajadoras de una fábrica textil, reclamaban por mejores salarios y mejores condiciones de trabajo . Era marzo de 1908.
Ocuparon la fábrica y murieron quemadas a raíz del incendio provocado por las bombas incendiarias que arrojó la policía, para desalojarlas.
Luchaban por sus derechos.
Antes y después de estos hechos, hubieron mujeres que sucumbieron ante la incomprensión e intolerancia de sus respectivas sociedades, sin abandonar sus luchas en defensa de los derechos de todas.
Conculcados a lo largo de la historia, los derechos de las mujeres, fueron y son, aún hoy, reclamados por los colectivos sociales, mayoritariamente femeninos.
Es bien cierto que, desde mediados del siglo pasado, la mujer ha conseguido ocupar lugares de alta responsabilidad y poder . Legisladoras ministras, empresarias, presidentes, dan cuenta de esto.
Pero ello no significa, de ninguna manera, que los derechos de las mujeres sean reconocidos, aceptados y respetados. Que hombres y mujeres tengamos la misma entidad social, política, económica; la misma dimensión humana a la hora de ser evaluadas las acciones de unos y otras.
Persisten deudas de profunda raigambre cultural, que continúan condicionando la vida cotidiana de las mujeres. Y, por carácter transitivo, la de los hombres, sujetos, también, a una trama de poder en que lo masculino es dominante.
Y esa dominación masculina, aceptada como un mandato natural, deposita en las mujeres la reproducción de la especie, el cuidado de la cría, esa especie de confinamiento, transitorio o definitivo, al ámbito restringido del hogar, de la economía doméstica, de un sistema de relaciones estrecho y alienante, que la aleja del mundo y sus aconteceres. Que la construye como espectadora pasiva, tragando sin masticar lo que los medios a los que puede acceder en el “ nido sagrado “ , le ofrecen. El mundo, entonces, pasa a ser como se lo ve o se lo escucha a través de esos medios. Se pierde de vista, así, la necesidad de generar espacios de discusión y debate, lo que facilita el aprendizaje y la comprensión de las distintas miradas posibles sobre la realidad.
No hay peor analfabetismo que el analfabetismo político, decía Bertold Brecht, y tenía razón. La no percepción de que esta afirmación significa que la política rige nuestra vida cotidiana, contribuye a silenciar las voces de quienes, de un modo u otro, se sienten o son, excluídos del sistema.
La violencia familiar, la trata de personas, se ejercen, primordialmente, sobre las mujeres. Aún son escasas las voces que se levantan para acabar con estos hechos. Todas, todas las mujeres, debemos emprender la lucha por terminar con las lacras sociales que hieren nuestra condición humana.
Las condiciones que hoy obstaculizan la consecución y goce pleno de los derechos universales de hombres, mujeres y niños, son la resultante del peso que ejercen la cultura, la religión, la política, con la contribución excluyente de los medios de comunicación.
El reconocimiento de esos factores, que operan en el inconciente colectivo, como aquello que pretende direccionar las acciones populares obstruyendo la participación como una herramienta eficaz de transformación social, resulta indispensable .
Esas barreras impuestas para poner freno a nuestras esperanzas, exigen la participación activa de todas y todos para dar por tierra con las dificultades que aquellas implican.
No habrá, entonces, razón que impida sumarnos al esfuerzo de lograr un país mejor, mas justo, mas igual, mas solidario.
Hagámonos cargo de nuestra responsabilidad histórica. Detrás de cada uno de nosotros están quienes nos pedirán cuentas si dejamos la tarea en manos extrañas. Están nuestros hijos, están nuestros nietos, están las futuras generaciones de argentinos que esperan de nosotras mucho mas de lo que hasta hoy les hemos dado.
Porque saben que lo podemos hacer.
Aquellas 146 mujeres, trabajadoras de una fábrica textil, reclamaban por mejores salarios y mejores condiciones de trabajo . Era marzo de 1908.
Ocuparon la fábrica y murieron quemadas a raíz del incendio provocado por las bombas incendiarias que arrojó la policía, para desalojarlas.
Luchaban por sus derechos.
Antes y después de estos hechos, hubieron mujeres que sucumbieron ante la incomprensión e intolerancia de sus respectivas sociedades, sin abandonar sus luchas en defensa de los derechos de todas.
Conculcados a lo largo de la historia, los derechos de las mujeres, fueron y son, aún hoy, reclamados por los colectivos sociales, mayoritariamente femeninos.
Es bien cierto que, desde mediados del siglo pasado, la mujer ha conseguido ocupar lugares de alta responsabilidad y poder . Legisladoras ministras, empresarias, presidentes, dan cuenta de esto.
Pero ello no significa, de ninguna manera, que los derechos de las mujeres sean reconocidos, aceptados y respetados. Que hombres y mujeres tengamos la misma entidad social, política, económica; la misma dimensión humana a la hora de ser evaluadas las acciones de unos y otras.
Persisten deudas de profunda raigambre cultural, que continúan condicionando la vida cotidiana de las mujeres. Y, por carácter transitivo, la de los hombres, sujetos, también, a una trama de poder en que lo masculino es dominante.
Y esa dominación masculina, aceptada como un mandato natural, deposita en las mujeres la reproducción de la especie, el cuidado de la cría, esa especie de confinamiento, transitorio o definitivo, al ámbito restringido del hogar, de la economía doméstica, de un sistema de relaciones estrecho y alienante, que la aleja del mundo y sus aconteceres. Que la construye como espectadora pasiva, tragando sin masticar lo que los medios a los que puede acceder en el “ nido sagrado “ , le ofrecen. El mundo, entonces, pasa a ser como se lo ve o se lo escucha a través de esos medios. Se pierde de vista, así, la necesidad de generar espacios de discusión y debate, lo que facilita el aprendizaje y la comprensión de las distintas miradas posibles sobre la realidad.
No hay peor analfabetismo que el analfabetismo político, decía Bertold Brecht, y tenía razón. La no percepción de que esta afirmación significa que la política rige nuestra vida cotidiana, contribuye a silenciar las voces de quienes, de un modo u otro, se sienten o son, excluídos del sistema.
La violencia familiar, la trata de personas, se ejercen, primordialmente, sobre las mujeres. Aún son escasas las voces que se levantan para acabar con estos hechos. Todas, todas las mujeres, debemos emprender la lucha por terminar con las lacras sociales que hieren nuestra condición humana.
Las condiciones que hoy obstaculizan la consecución y goce pleno de los derechos universales de hombres, mujeres y niños, son la resultante del peso que ejercen la cultura, la religión, la política, con la contribución excluyente de los medios de comunicación.
El reconocimiento de esos factores, que operan en el inconciente colectivo, como aquello que pretende direccionar las acciones populares obstruyendo la participación como una herramienta eficaz de transformación social, resulta indispensable .
Esas barreras impuestas para poner freno a nuestras esperanzas, exigen la participación activa de todas y todos para dar por tierra con las dificultades que aquellas implican.
No habrá, entonces, razón que impida sumarnos al esfuerzo de lograr un país mejor, mas justo, mas igual, mas solidario.
Hagámonos cargo de nuestra responsabilidad histórica. Detrás de cada uno de nosotros están quienes nos pedirán cuentas si dejamos la tarea en manos extrañas. Están nuestros hijos, están nuestros nietos, están las futuras generaciones de argentinos que esperan de nosotras mucho mas de lo que hasta hoy les hemos dado.
Porque saben que lo podemos hacer.
Zulema Hernández
DNI 3.284.965